martes, 25 de diciembre de 2007

Los últimos días de Eva. Historia de un engaño

Este es un adelanto del nuevo libro de Nelson Castro en el que devela la trama que se tejió en torno a los últimos meses de vida de Eva Duarte de Perón.

Aquel 21 de septiembre de 1951 aún resonaban los ecos del episodio político que había conmocionado al país: la renuncia de Eva Perón a la candidatura a la vicepresidencia de la República. La firme oposición de las Fuerzas Armadas y la actitud ambigua de Perón, que no quería irritar a muchos de sus camaradas disgustados con su carrera política, habían sido determinantes para cerrarle el camino hacia ese cargo tan anhelado por ella. Pero había algo más: su salud. Eso de lo que ella no quería hablar. Eso de lo que todos se daban cuenta pero que ella prefería negar. Eso de lo que su delgadez y palidez “hablaban” a diario. Eso que su voz trémula tornaba difícil de disimular, como lo había demostrado su dramático discurso de rechazo a la candidatura, que había leído por radio en la noche del 31 de agosto.
En la mañana de aquel día de primavera, el teléfono sonó temprano en la casa del distinguido ginecólogo Jorge Albertelli. Lo llamaba el doctor Armando Méndez San Martín, ministro de Educación.
Se percibía un tono de preocupación y misterio en la voz del ministro cuando le pidió verlo esa misma tarde, con urgencia.
A las tres de la tarde, un auto del Ministerio de Educación lo fue a buscar a su casa. Le sorprendió ver que, en ese auto, estaba el propio ministro Méndez San Martín. Tenía algo serio que decirle:
“La señora del Presidente está enferma gravemente, necesitamos su ayuda, que creemos valiosa. Mayores datos le daremos con el doctor Raúl Mendé quien tiene en su poder el resultado de la biopsia efectuada a la señora Eva con la cual empezará a orientarse. Vamos a verlo a la Casa de Gobierno, ahora mismo”.
El doctor Albertelli quedó turbado. El viaje a la Casa de Gobierno se realizó en medio de un estrepitoso silencio.
¿Qué decir? ¿Qué preguntar? ¿Qué hacer? Con un enorme esfuerzo conservó la calma. Las preguntas pasaban por su mente rauda y vertiginosamente.
Todo se precipitó como un torbellino. El ingreso a la Casa Rosada, el paso por el Patio de las Palmeras, la amplia escalera, el antedespacho y, finalmente, el despacho del ministro de Asuntos Técnicos. Allí estaba, pues, el doctor Raúl Mendé, quien lo esperaba ansioso.
“—Doctor, lo que vamos a confiarle es en categoría de ‘Secreto de Estado’; comprenderá la obviedad del silencio obligatorio que adquiere como ciudadano argentino. Necesito su palabra de honor al respecto.”
La respuesta del doctor Albertelli fue instantánea:
“—Señor Ministro, somos colegas y sabe que, al recibir el título, ambos hemos jurado por Hipócrates el silencio en lo que se refiere a cuanto conozcamos por el ejercicio de la profesión. Por lo tanto, si confían en mí, proceda”.
El ministro lo miró y casi con sigilo le entregó un papel. Permaneció observándolo. El papel estaba doblado aun cuando se veía que había sido abierto. Albertelli lo tomó con el mismo cuidado con el que lo recibió y comenzó a leerlo. Quedó conmocionado.
Esa hoja de papel, correspondiente a una persona de nombre para él desconocido, era el protocolo con el informe del estudio histo-anátomo patológico de una biopsia de cuello uterino. Tenía el membrete del Instituto Argentino de Diagnóstico y Tratamiento y estaba firmado por el doctor Julio César Lascano González, un distinguido médico patólogo. El informe era contundente:
“Epitelioma espino-celular con acentuada infiltración del estroma. Se observan células con activas mitosis y, en los vasos del tumor, múltiples embolias de células neoplásicas”.
No quedaban dudas. El diagnóstico correspondía a un cáncer. Albertelli no tuvo necesidad de preguntar nada para apreciar la real gravedad de la situación. La presencia de “células con activas mitosis” y de “múltiples embolias de células neoplásicas” en los vasos del tumor, eran elementos de mal pronóstico ya que hablaban de un cáncer agresivo y presagiaban la aparición de metástasis en otros órganos. Ese era el diagnóstico y el pronóstico de la enfermedad de Eva Perón ya que, en realidad, era a ella a quien correspondía esa biopsia cuyo resultado figuraba bajo un nombre supuesto.
“¿En qué puedo serles útil?”, preguntó Albertelli haciendo un esfuerzo para reponerse del impacto. El ministro Mendé tenía la respuesta:
“—Sucede lo siguiente. El doctor Dionisi, que ya está en conocimiento de este documento, ha manifestado la imposibilidad de hacerse cargo de la paciente, dada la lejanía de su sitio de residencia y de las múltiples tareas que actualmente está desempeñando. Reitera que está dispuesto a colaborar en todo lo necesario, pero cree que su tarea no sería cumplida a la altura de las circunstancias. Solicitó que otro ginecólogo se hiciera responsable, quedando él en carácter de consultor. Por lo tanto, doctor Albertelli, conociendo ambos sus condiciones profesionales y personales, le solicitamos quiera sustituir a su colega en la que, entendemos, será una dificilísima tarea.
Albertelli respondió afirmativamente.
¡Cuántos pensamientos circulaban en su cabeza en ese momento! Pero no había tiempo para ocuparse de esas dudas. Lo que ahora urgía era ver a la paciente y, luego de las consultas del caso, el próximo destino fue la residencia presidencial de la calle Agüero. Hacia allí se dirigieron Albertelli y Méndez San Martín.
En el auto del ministro reinaba, otra vez, un silencio espeso y quejoso. El informe de la biopsia no dejaba lugar a optimismo alguno. Era una realidad dura. Pero aun así, el ministro no se resignaba y abrigando, tal vez, una esperanza remota, le preguntó al doctor Albertelli si su opinión era, efectivamente, tan sombría como la había expresado en la reunión en la Casa de Gobierno. Albertelli no dudó.
“Vea, creo que no puedo ni debo ocultarle mi impresión pesimista; espero poder modificarla favorablemente después del examen que le practique a la señora Eva. Lo que manifesté es una primera impresión que complementaré. Es más: cuando todos los elementos para valorar el caso estén en mi mano, por dura que sea esa realidad, creo que deben ser impuestos al Presidente. Ese es mi criterio y así entiendo que debo hacerlo.”
Pero no sólo era eso lo que causaba gran preocupación en Albertelli. Sino también la responsabilidad de asumir la atención de Evita, el carácter de la paciente, su entorno, las intrigas de palacio que anticipaba y que pronto experimentaría.
Esas sensaciones se mezclaban además con la humana vanidad. ¿Cuántos otros colegas quisieran estar en su lugar para atender a la esposa del Presidente? ¿Cuánta fama le acarrearía? ¿Cuánta envidia generaría?
Sobre eso cavilaba el doctor Albertelli cuando, tras atravesar el portón de entrada de la residencia Unzué y de subir la suntuosa escalera de la mansión, se encontró, junto al ministro Méndez San Martín, frente a la puerta del dormitorio de Eva Perón, cuya puerta se abrió.
Así recuerda Albertelli ese momento:
“En una amplia cama, lujosamente adornada, una mancha blanca y oro sobre sábanas blancas. Reclinada sobre varios almohadones que le servían de respaldar, ambos brazos a lo largo del cuerpo que resaltaban sobre el níveo lecho, Eva Perón volvió la cabeza hacia nosotros. Pero algo más me dijeron mis ojos, como se lo hubieran dicho a los ojos de cualquier otra persona. Esa bella y joven mujer, reclinada lánguidamente en esos almohadones, demostraba algo único e indefinible que sobrecogía el ánimo del espectador. Una dulce e infinita tristeza, los ojos apagados y contorneados por ojeras hábilmente disimuladas por el maquillaje, los pómulos un poco salientes y una general laxitud, decían que algo vulneraba profundamente ese ser”.
¿Cómo sería su relación con la paciente? ¿Se encontraría Albertelli con alguien afable y dócil o, por el contrario, con una persona malhumorada, enojada y con malos modos?
Así comenzó Albertelli su diálogo con Eva:
“—Señora, le pedí al doctor Méndez que gestionara esta entrevista. No quisiera estar aquí en calidad de médico, circunstancia que no me hace feliz, pero hay que rendirse ante los hechos. Deseo, con toda mi vocación profesional, ser eficaz y útil en la tarea que se me encomienda. Deseo participar en sus dudas e inquietudes; no tema preguntar y aclarar las lagunas que usted pudiera tener. Por nimio que sea el tema, no vacile en pedir explicaciones. Sepa que trataré, en todo lo que me sea posible, de no invadir su intimidad física y espiritual. Si conseguimos armonizar todo esto, la mitad de la batalla que juntos emprenderemos, estará ganada”.
Luego de esta introducción, la próxima etapa fue la consulta conjunta realizada por Albertelli y Dionisi. La revisación ginecológica se hizo bajo anestesia general. A Evita le disgustaba enormemente el tener que pasar por estos exámenes. Los vivía como un verdadero sometimiento y una invasión a su pudor.
Fue así que bajo el control del anestesista, el doctor Roberto Goyenechea, Albertelli y Dionisi examinaron a la enferma. Fue un examen minucioso y prolijo al término del cual, los dos médicos coincidieron en sus conclusiones.
Diagnóstico: Epitelioma pavimentoso endofítico del cuello uterino, grupo II franco (parametrio y vagina). Los médicos hacen constancia de ser un caso de pronóstico muy reservado dado: a) el grado de extensión de las lesiones; b) el tipo histológico; c) el tipo anatómico; d) el largo tiempo de evolución clínica de la enfermedad sin tratamiento; y e) la edad de la enferma.
El diagnóstico era contundente y el pronóstico indudablemente malo. Había que comunicárselo al Presidente que, recién llegado de la Casa Rosada, esperaba con ansiedad el resultado del examen. Le tocó a Albertelli ser el portavoz de la mala noticia:
“...El caso de su señora esposa es sumamente serio, tanto por el carácter de la enfermedad en sí, como por los factores concurrentes que lo agravan respecto del pronóstico a no largo plazo. Su mujer padece un cáncer cuyo punto de partida está en el cuello del útero, tumor maligno relativamente frecuente, habitualmente agresivo de difícil curación con los medios que tenemos hoy en día en las manos. Cuando el diagnóstico se hace temprano existe un porcentaje de curación. No es éste el caso. La propagación del proceso es importante, lo que retacea las posibilidades favorables.
La variedad de células malignas que presenta es desfavorable. La presencia de células malignas en la luz de las venas hace presumir que en un futuro no lejano se produzcan metástasis, de lo cual no hay evidencias por el momento. Por último, es sabido que la virulencia del tumor es tanto mayor cuanto menor es la edad. Su señora es muy joven. Este es el lamentable cuadro que se presenta ante nuestros ojos. No obstante, no creemos todo perdido y la obligación es no bajar los brazos y luchar. Por lo tanto, hemos discutido y preparado un plan de tratamiento que no es otra cosa que utilizar los conceptos clásicos universalmente admitidos y que consiste en la inmediata aplicación de radium para detener el crecimiento del tumor, lapso conveniente para que los tejidos se repongan de modo de soportar un acto quirúrgico calculado en aproximadamente cuarenta días, y ulteriormente completar con radioterapia, esta vez externa. Si usted lo aprueba, deseamos no perder tiempo para iniciar este plan”.
Perón permaneció callado. Un silencio de muerte sobrevoló la sala. El tiempo se detuvo en ese cuarto suntuoso iluminado por el sol de primavera, paradójicamente, lleno de vida. Muchas imágenes atravesarían la mente del General en aquel segundo fatal. Una de ellas, seguramente, sería el recuerdo de su primera esposa, Aurelia Tizón, que también había muerto joven a causa de un cáncer de cuello uterino. Seguramente, de haber ocurrido eso hoy día, alguien le habría mencionado a Perón el virus del papiloma humano y de la conveniencia de que él se realizara los exámenes para determinar si era portador o no de este virus, considerado la causa más frecuente de carcinoma de cuello uterino y que se transmite a través de los contactos sexuales. Pero, el ahora de hoy día, era un lejanísimo e inimaginable futuro en aquella mañana del 23 de septiembre de 1951.
Y allí se encontraban Perón, triste y desconsolado por la noticia, Albertelli, Dionisi y los ministros médicos Mendé y Méndez San Martín, sin saber qué más agregar a tamaña evidencia. Finalmente, fue Perón el que rompió el silencio: “Lo que acabo de conocer, si bien lo intuía, me ha afectado profundamente. Quiero que sepan que Eva representa algo muy grande como esposa, como compañera, como amiga, como consejera y como punto de apoyo leal en la lucha en la cual estoy empeñado. No puedo juzgar la parte médica; confío en ustedes y apruebo lo que aconsejan, así que procedan. Deseo ardientemente que la suerte no sea esquiva y nos ayude…”.
Ya estaban saliendo cuando Albertelli recibió un pedido que lo sorprendió: el ministro Méndez San Martín le transmitió un deseo del Presidente. En su calidad de jefe médico del equipo, lo invitaba a mudarse a la residencia presidencial durante todo el tiempo que durara el tratamiento de su esposa. Albertelli, impactado con el pedido, alegó que necesitaba unas horas para pensarlo. En su interior sabía, sin embargo, que no tenía ni tiempo ni opción. Su vida había cambiado en cuestión de horas. Y ese cambio lo acompañaría por el resto de sus días.

1 comentario:

Anónimo dijo...

jefe diego soy martin , son las 4 de la manana y como no hay una mierda para hacer me meti en su pagina y le verdad que esta muy buena , che jefe necesito jugar al truco vuelva